Toma de decisiones: qué, por qué y estrategias claves

Tomar decisiones es una constante de vida. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, nos encontramos en un continuo proceso de escoger, seleccionar, optar por unas alternativas y desechar otras, es decir, de tomar de decisiones. Un dato interesante: las personas tomamos más de 30 000 decisiones al día. ¿Te parecen demasiadas? Pues es cierto, lo que ocurre es que muchas de ellas son decisiones menores, que no tienen gran trascendencia, como decidir qué ropa nos pondremos, cuántas cucharaditas de azúcar pondremos en nuestro café, los objetos que colocaremos dentro de nuestro bolso de estudio o trabajo, y las realizamos de manera automática, sin pensar, sin apenas razonarlas.
Claro que otras tienen un mayor alcance e implicaciones para nuestro futuro y, por tanto, debemos tener en cuenta todos los aspectos que intervienen en ello para tomar (o por lo menos intentar tomar) la decisión más acertada.
¿Qué entendemos por toma de decisiones?
La toma de decisiones es un proceso amplio y complejo mediante el cual una persona o un grupo de personas realizan una elección entre varias alternativas o formas de resolver diferentes situaciones en cualquier ámbito de la vida (familiar, laboral, de pareja, personal), para lo cual deben compilar una cierta cantidad de información, evaluar múltiples variables o posibilidades, y luego elegir una opción. En este sentido, la toma de decisiones hace referencia a capacidades cognitivas para la acción de elegir; que comprenden: el análisis, la categorización, el juicio o reflexión (basado en probabilidades), la valoración, la construcción de alternativas y la decisión.
Pero hacer esa elección no siempre es fácil, porque como bien señalábamos antes, hay acciones que gracias a la frecuencia con que las desarrollamos, se convierten en hábitos, y nuestro cerebro deja de esforzarse para procesar estímulos o analizar la información que le propicia el medio (¡atención!, que esto puede convertirse en un condicionante a la hora de tomar decisiones de mayor trascendencia), éstas son las llamadas decisiones rutinarias; otras son más complejas, dado que pueden ser determinantes para nuestra vida, nuestro desarrollo y bienestar general, por lo que implican mucha responsabilidad, ya que nadie desea tomar una decisión equivocada y arrepentirse posteriormente de las consecuencias ¿cierto?
Experimentar inquietud, desasosiego o la ineludible duda cuando nos enfrentamos a un conflicto o situación importante, en los que pueden encontrarse dos o más opciones para su resolución, no sólo es normal sino comprensible; nos detenemos a contemplar ventajas y desventajas, calibrando los riesgos de tomar una u otra decisión, valorando los beneficios de asumir esta, especialmente cuando la decisión en cuestión involucra y/o afecta a otras personas. Y todos podemos sentir esto en algún momento de nuestras vidas, incluso, muchas veces a lo largo de nuestras vidas.
Es importante tener en cuenta que en este proceso intervienen ciertos factores internos y externos, los cuales condicionan y determinan nuestras elecciones, sobre todo cuando nos enfrentamos a situaciones que requieren de una reflexión activa y profunda para encontrar una solución adecuada, para resolver un conflicto y nos asegure una determinada garantía de que podamos obtener los resultados esperados o requeridos.
Los intereses personales, las actitudes y aptitudes, las motivaciones, las habilidades socioemocionales, las experiencias y las expectativas, la identidad y las características de cada persona, engloban los factores relativos a lo interno de cada quien. En relación a la esfera externa destacan el contexto o situación, la familia, el entorno educativo-cultural, social y económico, y los medios de comunicación, es decir, todos los espacios de desarrollo del ser humano, a los que estamos expuestos y de los que recibimos gran influencia. Todos ellos, en adición al grado de estructura y planeación que nos permita cada decisión, y la veracidad de la información que tengamos, en paralelo a la incertidumbre que ello genera, influyen en que cada persona elija una alternativa de manera particular.
¿Explica esto el por qué erramos y tomamos decisiones equivocadas? En alguna medida sí, por supuesto. Piense esto: tomamos una x decisión, que tuvo el resultado esperado, en un ámbito determinado de nuestra vida, es decir, tenemos una experiencia personal positiva, y posteriormente, ante una situación similar, optamos por igual alternativa, porque ya nos ha funcionado. Ahí viene el error. Toda decisión es decisión en un contexto dado, por lo que, en principio, su validez está asociada al contexto particular en que fue tomada la misma, por lo cual en cada oportunidad, es imprescindible analizar la información, valorar la situación específica y revaluar la decisión (en el orden de volver a evaluarla, no de darle más valor). Otro ejemplo: decidimos estudiar una carrera bajo el patrón impuesto por la familia, en respuesta a sus expectativas, bien porque sea tradición familiar que todos sus miembros se inclinen o estudien esa disciplina, o sea el sueño de padres y abuelos, pero no es el nuestro, no nos interesa ni motiva la especialidad, y terminamos cediendo a la presión del entorno familiar. Ahí está nuevamente el error, el fracaso, la “metida de pata”, o como sea que queramos llamar a las desacertadas decisiones que tomamos en la vida.
Lo que es seguro es que errar es humano. ¿Te parece tener un bono ilimitado para las malas decisiones? Pues NO. Equivocarse varias veces en la toma de decisiones es natural. Aunque es cierto que de las experiencias se aprende, son muchos los factores que inciden en el proceso, como ya identificábamos antes, y algún que otro aspecto puede escapar de nuestro control.
Además, si de analizar la causalidad del por qué optamos por decisiones erróneas se trata, debemos considerar una serie de mecanismos, en el orden psicológico, que tienen una fuerte influencia a la hora de tomar una decisión. Nos referimos a:
• Pensar y actuar en “piloto automático”. Hay mecanismos subyacentes e inconscientes que reducen por completo nuestros recursos para pensar y actuar adecuadamente. Nuestro cerebro está programado para asumir juicios de manera instantánea y tomar una decisión rápida, ello nos permite ahorrar recursos y energía, pero tiene un costo, en contrapartida nos conduce a que tomemos decisiones poco razonadas o analizadas, casi sin pensar, o sea, malas decisiones.
• Sesgos cognitivos. El concepto hace referencia a nuestros errores de pensamiento, a las falacias y narrativas irracionales que asumimos con carácter inconsciente producto de ideas equívocas del medio familiar, social, cultural y educacional, a las ideas preconcebidas sin base ni razón, por ejemplo, cuando damos mayor valor a una idea sólo porque nuestro entorno está de acuerdo con ella.
• Fatiga emocional y/o estrés. No es posible que podamos tomar buenas decisiones bajo estos filtros psicológicos. Cuando experimentamos fuertes estados emocionales, sean o no sostenidos en el tiempo, nuestras capacidades cognitivas de análisis y reflexión se estrechan y, por ende, se afecta nuestra capacidad de elección.
• Exposición a demasiados estímulos e información. Todo en su medida justa. Para poder tomar la decisión más oportuna en cada caso, es importante reunir una cierta cantidad de información y evaluar las distintas posibilidades de acuerdo a la situación específica, para luego elegir la mejor opción, como ya se ha señalado con anterioridad, pero… el exceso de información no actúa en nuestro favor, sino que más bien nos sobrecarga. Las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones nos han proporcionado incontables beneficios, pero a cambio, el infinito y constante flujo de información al que estamos expuestos, nos lleva a estados de dispersión de la atención, estrés y preocupación continuos, que soslayan nuestro enfoque valorativo, de codificación y construcción de alternativas, evitando que tomemos mejores y apropiadas decisiones.
• Nos Guiamos por la emoción, sin pasar por el filtro de la razón. Tomar decisiones regidos por nuestros impulsos nos asegurará el declive. Las emociones y la lógica meditada, razonada, deben ir “de la mano”. Seguramente has escuchado frases del tipo: “no tomes decisiones cuando estés enojado o molesto”, “espera a estar calmado para decidir qué quieres hacer”. Todas encierran una gran verdad. Nuestra capacidad de razonamiento y nuestro pensamiento lógico se afecta cuando nos encontramos bajo la influencia de emociones desajustadas (arrebatos de ira, ansiedad y depresión profundas, miedo, etc.). Sólo desde el equilibrio emocional podremos elegir la mejor alternativa.
Llegado a este punto, queda claro que tomar una decisión no es algo sencillo, que podemos quedarnos “congelados”, sin saber qué camino tomar, por los muchos factores que median en el proceso y lo abrumador de las circunstancias. ¿Podemos hacer algo al respecto? SIEMPRE.
ES posible mejorar la toma de decisiones, porque es posible aprender a reconocer nuestros propios mecanismos y recursos, trabajar en su perfeccionamiento, ordenar nuestras dudas y calibrar nuestros pasos, mediante algunas herramientas y estrategias claves que nos permitirán pensar y analizar detenidamente las posibles alternativas o las diferentes maneras de resolver una situación hasta elegir la opción que resulte más conveniente o satisfactoria.
Lo primero es identificar y definir el problema. Plantear bien la situación es ineludible para impulsar todo el proceso. Las alternativas a considerar y la manera en que las evaluemos parten del modo en que definimos el problema y de la comprensión de la necesidad de darle solución. Es importante que te cuestiones: qué detonó la situación, los elementos esenciales del problema, las limitantes que hay en el planteamiento del mismo, qué otras decisiones dependen o se derivan de la que se está manejando, entre muchas otras.
Determinar nuestros objetivos es un paso esencial porque cada decisión que tomemos debe acercarnos más a nuestras metas, de lo contrario nuestra vida sería un infinito ir y venir sin sentido. Pongámoslo así, nuestros objetivos marcan la dirección de nuestros pasos, nos señalan el camino y, por consiguiente, dirigen nuestras decisiones. Las metas que deseamos alcanzar están determinadas por nuestros valores e intereses, por lo que considerarlas tendrá un peso significativo en las decisiones que tomemos.
Considerar las alternativas es otra herramienta de utilidad. Pensar y buscar tantas alternativas prácticas como sea posible, de hecho, buscar más alternativas o posibilidades que las obvias o las habituales (con las que nos sentimos más cómodos) es alto recomendable. Cada una de ellas constituye una vía para lograr nuestros objetivos, ya que determinan distintas líneas de comportamiento, entre las cuales debemos elegir la que en mayor medida se ajuste a nosotros y nos acerque a nuestros propósitos. En este sentido, es necesario que tengamos en cuenta que: puede que la alternativa que elijamos no sea la mejor de todas las analizadas, debido a todos los factores y mecanismos que influyen en la toma de decisiones antes expuestos, pero ello no debe amilanarnos, de eso versa este proceso, de usar los aprendizajes de experiencias y decisiones previas, de retarnos a nosotros mismos y de desafiar nuestras limitaciones, de pensar buenas y nuevas formas de solucionar los problemas y de alcanzar las metas, de siempre intentar escoger la mejor opción.
Meditar acerca de las posibles consecuencias, para lo cual debemos evaluar las ventajas y desventajas de cada elección, determinar de qué manera afecta a otras y juzgar el grado de satisfacción que cada una ofrece al logro de nuestros objetivos.
Aprender y trabajar las transacciones personales. En ocasiones _ muchas más de las que queremos reconocer_, nos planteamos metas y objetivos contradictorios entre sí, por lo que deberemos sacrificar un poco de una a cambio de la otra. Ello demandará establecer prioridades y una buena cuota de competencias socioemocionales y recursos personales para encontrar un “punto medio” y lograr un equilibrio.
Llevar a cabo la decisión. La toma de decisiones no termina con la selección de la mejor alternativa (o la que creemos es la más viable), debemos ponerla en práctica, realizarla. Es importante considerar que, muchas decisiones, en su mayoría, no resuelven directamente un problema, sino que nos ponen en la posición de tener que tomar nuevas decisiones que nos acerquen a nuestras metas.
Evaluar los resultados. No sólo es necesario y útil, sino justo para con nosotros mismos conocer si la decisión tomada ha tenido los resultados esperados, si nuestras expectativas y objetivos han sido cumplidos o hemos logrado resolver el problema o conflicto. En este momento corresponde hacer un balance de los recursos empleados, de la efectividad de los mismos, incluso de realizar los ajustes precisos si la situación lo requiere. Es fundamental aceptar la responsabilidad de la decisión tomada, sobre todo si ésta resultó no ser tan conveniente o satisfactoria como habíamos previsto, y volver a analizar la situación, reconsiderarla. Es posible que lleguemos a conclusiones y soluciones que antes no habíamos podido encontrar.
Por último, pero no menos importante, es tener en cuenta que para tomar la mejor decisión, debemos realizar una revisión consciente de nuestros sentimientos. Elegir una alternativa entre muchas tiene una parte de análisis racional de la situación y otra de considerar lo que sentimos, lo que valoramos, si esa decisión nos produce alguna emoción, si realmente creemos que nos aportará bienestar, o si contribuirá a nuestro desarrollo personal o profesional, si ciertamente será buena para nuestra vida o la vida de los demás. Contemplar nuestras emociones nos ayudará (y mucho) a tomar mejores decisiones.
Por: Leticia Pastorrecio González, psicóloga de la Dirección de Comunicación Institucional (UC)
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